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Hay personas que pasan hambre. En África, en Asia, en América… y también en Europa. Madrid, Sevilla, Zaragoza, Valladolid, Valencia… Nos cruzamos con ellos a diario. Y no hablamos únicamente de mendigos o vagabundos: son muchas más las personas que pasan hambre en todas las ciudades del mundo.

No pensemos únicamente en la pobreza absoluta, la que podríamos llamar «tradicional». Contemos la pobreza relativa – la de aquellos a los que quizá no les falta un techo, ni viven envueltos en andrajos, pero carecen de todo lo demás.

Son muchos los jubilados y pensionistas que cobran todos los meses un exiguo salario; son los enfermos y disminuidos físicos, psíquicos, y sensoriales; son las gentes en paro; los ex-drogadictos en vías de rehabilitación; los inmigrantes, etc...

Todas esas personas forman un ejército de necesitados a los que debemos tender la mano. Y no es sólo el Estado quien ha de solucionar el problema: somos nosotros, los ciudadanos, quienes tenemos también el deber de ayudarles. Es necesario tener un mínimo de sensibilidad social. Ser pobre es muy duro, pero serlo en una sociedad que gasta y malgasta sin ningún remordimiento, puede llegar a ser cruel.

Estadísticamente, la pobreza en España alcanza a unos 8 millones de personas, que son aquellas que viven con ingresos inferiores al 50% de la renta per cápita nacional. Esta tasa de pobreza supera la media de la Unión Europea, y se sitúa en valores similares a los de Italia, Irlanda y Reino Unido, siendo sólo superada por Grecia y Portugal.